jueves, 14 de junio de 2012

El corneta. Rainer María Rilke.


Por fin voy a hablar de uno de mis libros favoritos y no es por lo que dice, sino por todo lo que no explica.

A Rilke le molestaba el enorme éxito de El Corneta, su primera obra, por considerarla un experimento adolescente del que quería desentenderse. Lo cierto es que sus silencios y la capacidad de sugerencia de este largo (o corto) poema sobre uno de sus antepasados -muerto en la guerra en Hungría- abre las puertas a un concepto innovador del arte contemporáneo: el enriquecimiento de la obra en el interior del público que la recibe y la complementa.


El Corneta supone uno de los primeros intentos de acercar a la literatura las técnicas y la filosofía de los pintores impresionistas: la simple traslación verbal de la impresión o sensación que un observador determinado percibe frente a algún objeto o perspectiva panorámica.

Hay muchos ejemplos de literatura impresionista. Desde el pasaje de Proust en el que describe como percibe de distinta manera unas torres de Combray al acercarse a caballo, hasta el estilo fragmentario de William Burroughs intentando individualizar en escenas inconexas las sensaciones que producen, juntas, la impresión total.

Esta manera de trabajar la obra completa desde trazos aislados corresponde a la separación de tonos y colores, pero en el caso literario la materialidad de la pintura se confunde con una mezcla de objetividad y subjetividad que acerca la realidad externa a realidad sicológica del escritor o de sus personajes y del lector. A diferencia de un tipo de literatura más, digamos, explícita, no se comunica nunca directamente esa experiencia vívida o descrita, solo se sugiere permitiendo así al lector utilizarla, compararla, compartirla y complementarla con su propia experiencia.

Aquí os dejo el comienzo del poema:

Cabalgar, cabalgar, cabalgar, a través del día, a través de la noche, a través del día.
Cabalgar, cabalgar, cabalgar.
Y el ánimo se ha vuelto tan débil y la nostalgia tan grande. Ya no hay montaña alguna, apenas un árbol. Nada se atreve a descollar. Extrañas chozas acurrucadas, sedientas junto a fuentes fangosas. En ningún sitio una torre. Y siempre el mismo cuadro. Se tiene dos ojos de más. Sólo en la noche, a veces, se cree reconocer el camino. ¿Acaso desandamos siempre, en horas nocturnas, la etapa que hemos ganado penosamente bajo el sol extranjero? Puede ser. El sol agobia, como entre nosotros en lo más intenso del verano. Pero era verano cuando nos despedimos. Los vestidos de las mujeres lucían largamente sobre lo verde.
Y ahora hace ya tiempo que cabalgamos. Debe, pues, ser otoño. Por lo menos allá, donde afligidas mujeres saben de nosotros.






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IsolagnosisEdiciones en Huida (2013)

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